“Seis grados de separación”, ya sabéis de qué va el juego, hombre: unir conceptos, personas, animales o cosas muy distantes en seis pasos que revelan qué todo puede estar conectado.
También es cierto que este pasatiempo a partir de una lectura lúdica de la teoría del caos está un poco superado. Ya está muy visto, sí, vale, de acuerdo. Así que ¿para qué quedarse ahora so lo con seis vínculos cuando se puede establecer un mapa de conexiones de… Un millón de grados de separación?
Es esta una Historia Universal (la que nos gusta a nosotros, al menos) contada a partir de los links. Miqui Otero se deja caer alegre e inconscientemente por el tobogán de la libre asociación de ideas en una chifladura holística por entregas.
Cada capítulo de esta epopeya tiene seis grados para respetar el referente original. Pero como rezaba aquel célebre claim de The Wire“Everything is conected”: el final de cada episodio de Un millón de grados de separación siempre será el principio del siguiente. Y así, y si nadie nos detiene antes, hasta el infinito.

ilustración por
Sergi Padró

Un millón de grados de separación


por Miqui Otero

Capítulo X

Cuando el Drácula de Córdoba reinó en las noches de Hollywood, pero no pudo asistir a las farras organizadas por Douglas Fairbanks, que interpretaría al detective privado Coke Ennyday (farlopa en cualquier momento) en la época dorada del polvo mágico en Hollywood, desvelado por un Kenneth Anger que luego retrataría a moteros ocultistas en Scorpio Rising, cuyo escorpión sería un eco del que centra el arranque de Grupo Salvaje, de Sam Peckinpah, donde el alacrán se vería devorado por las mismas hormigas que podrían inspirar el gang más peligroso del mundo, La Mara Salvatrucha, a su vez producto de pandillas juveniles estadounidenses que protagonizaron películas como The Warriors (o La Odisea con puños americanos)

Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual

Unos cuantos españoles se cargaron el hatillo al hombro y aparecieron en el Hollywood de finales de los años veinte. Imaginamos, en algunos casos, ceños fruncidos de Cocodrilo Dundee en la urbe o de Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí. O no tanto.

En aquella nueva colonia que buscó fortuna en el Dorado cinematográfico figuraban nombres de la talla de Enrique Jardiel Poncela, seres refinados conocedores del gran secreto: el humor es la única forma de inteligencia libre de presunción.

Durante un tiempo, los estudios de Hollywood jamás dormían. Por las noches, todo tomaba una nueva vida. Los mandamases habían decidido expandir el mercado cuando aún no se había inventado el doblaje y los subtítulos eran demasiado difíciles de leer para las clases populares. De ahí una idea tan loca como genial: durante las noches, se aprovecharían los sets de rodajes, incluso el vestuario, de las grandes películas y se rodarían versiones alternativas en idiomas como el castellano. Estas versiones, los “talkies”, filmadas con más buena voluntad que presupuesto en unas condiciones propias del cine low cost actual, son el tema del documental dirigido por Oscar Pérez y Mia de Ribot.

Jardiel, Edgar Neville o incluso Buñuel formarían una embajada ibérica bullanguera y bebedora que frecuentaría las mansiones de los más grandes. Se corrieron grandes juergas y filmaron películas menores. Con sonadas excepciones. ¿Una de las más terroríficas? El Drácula de Córdoba.

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Carlos Villarías, hijo de militar nacido en Córdoba, fue el encargado de protagonizar la versión castiza de Drácula (al fin y al cabo, los ajos son ingrediente fundamental de nuestra dieta) grabada durante veintidós noches. Incluso Bela Lugosi manifestó su admiración por este intérprete, a quien dejaba asistir a la grabación oficial. Villarías, que actuó en ochenta y seis películas, había estudiado derecho en Valladolid, pero acabó triunfando a su manera en Hollywood, algo parecido a que José María Aznar hubiera logrado un cargo como secretario de estado en la Casa Blanca.

Villarías, como bien entenderán, quizá no podía disfrutar tanto de la vida nocturna que muchos españoles de aquella colonia desarrollaban, por ejemplo, en la piscina de la casa de Charles Chaplin en Beverly Hills. Francis Scott Fitzgerald incluso bautizaría este casoplón como The House of Spain, aunque cuando La Roja del Cine quería sauna, se decantaba por Pickfair, la mansión de Douglas Fairbanks.

¿Cómo podían mantener el ritmo? No era difícil: “el polvo de la alegría” no estaba tan mal visto entonces.

Fairbanks protagonizó la película que mejor sintetiza la locura de la época. En 1916 estrenó el mediometraje The Mistery of the Leaping Fish, dirigido por John Emerson y escrito por Tod Browning. Allí interpretaba a una especie de versión paródica de Sherlock Holmes. Primer plano: en su escritorio, una caja enorme donde se lee COCAÍNA; en la pared del despacho, un reloj que en lugar de horas marca: Comer, beber, dormir, drogarse; en su torso, una cartuchera de jeringuillas que se inyecta nada más abrir los ojos después de haber descabezado un sueñecito. ¿El nombre del personaje? No podría ser más sutil: Coke Ennyday (Coca todo el rato, para entendernos).

Todo esto (y muchos escándalos más) lo explica Kenneth Anger en su ensayo Hollywood Babilonia, que relata el lado salvaje de las primeras décadas de la Meca del Cine, cuando la cocaína era casi tan popular y generalizada como la Coca-Cola. Allí escribe: “El año que se estrenó El misterio del pez salteador, un especialista británico en narcóticos, Alesteir Crowley, pasó por Hollywood calificando a sus habitantes de cocainómanos y maniáticos sexuales”.

Que un mago ocultista y poli-sexual como Crowley dijera eso daba algunas pistas de lo que se cocía en un Hollywood que habría podido tener como alcalde al tatarabuelo de Laureano Oubiña. Anger pasaría décadas después a la acción y protagonizaría sus propias gestas. En el año 1963 estrenaría un retrato de unos moteros nazis y ocultistas, amantes de Jesús y del nazismo, de la música pop y del cómic, de James Dean y del mismísimo Diablo. Cuatro años antes de que Hunter S. Thompson publicara su crónica sobre Los Ángeles del Infierno, un montón de partidarios del partido nazi americano intentaban boicotear la película en los cines. Una película donde los desnudos duraban un pestañeo y las chupas tenían luces y Bruce Byron, el protagonista, encendía las cerillas con el paladar. Una película explosiva donde sonaban Ricky Nelson y Martha Reeves, que alentaría tanto a Martin Scorsese y David Lynch como inspiraría que viste el protagonista de la reciente Drive. Esa cazadora plateada con un escorpión retorciéndose en la espalda.

Kenneth Anger tuvo razonables problemas con la exhibición de la película. Pero algunos directores tienen problemas para encajar enmiendas. Son, por así decirlo, como el escorpión de la fábula de Esopo, ese que le pide a la rana que le ayude a cruzar el río prometiéndole que no le hará nada, pero a medio camino la pica (aunque los dos mueran ahogados) porque, en fin, no puede luchar contra sus pulsiones de escorpión.

Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual
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Otro de estos cineastas-escorpión es Sam Peckinpah, en permanente lucha (muchas veces perdida) por tener el control del montaje de sus películas. Un escorpión protagoniza el arranque de una de sus obras maestras. En , el Grupo Salvaje llega al poblado y pasa al lado de un grupo de querubines que ríen y juegan. Sus juegos parecen angelicales e inocentes, pero pronto vemos que están lanzando a un escorpión sobre una colonia de hormigas. Las hormigas, pese a ser más débiles, son más, así que devoran al escorpión con las risas de los nenes como banda sonora: ese juego de niños es probablemente la escena más violenta en una película demencialmente agresiva. Al cabo de un rato, quemarán a hormigas y escorpiones y seguirán riendo. Cuando el grupo salvaje abandone el poblado, veremos a esos mismos niños diabólicos jugando con pistolas falsas a la guerra. Los pistoleros son los héroes de un relato poético que ellos quieren replicar.

Algo parecido sucede con las pandillas callejeras. La película , esa historia protagonizada por Charlton Heston en la que un magnate intenta abrir una plantación de cacao en la selva amazónica que se ve frustrada por la invasión de millones de furiosas hormigas (y que podrían zamparse al protagonista), se estrenó en El Salvador muy tarde, hacia los años sesenta. Fue tal el éxito que desde entonces, la gente se referiría a los grupos de amigos como marabuntas o maras.

Así que las hormigas tuvieron que ver también con la creación de las pandillas juveniles de la que, en la actualidad, es la esquina más violenta del planeta: casi una muerte diaria por enfrentamientos entre los gangs que dominan determinadas zonas de El Salvador.

Juan José Martínez d’Aubisson decidió explicar esa historia en el libro de crónicas Ver, oír y callar. Subió a Montreal, una colina del municipio Mejicanos de San Salvador para empotrarse en una pandilla de La Mara Salvatrucha, enfrentada desde hace décadas a los pandilleros del Barrio 18. Explica el autor que uno de los días que pasó allí en el año 2010 organizó un juego para entretener a los chavales de la colina: : “Policías y ladrones. A la hora de elegir los bandos, todos pidieron ser ladrones”.

De los Guanacos Criminals Salvatrucha aprendió d’Aubisson a comer pollo encebollado y todas las maniobras que pueden preceder un crimen. Una de las claves de estas pandillas de El Salvador se remonta a otros tiempos. Gangs como La Mara volvieron a El Salvador en 1992, cuando acabada la Guerra Civil salvadoreña y con una población arruinada, ya que EE UU repatrió a un montón de pandilleros latinos de California que aterrizaron en un país desorganizado y sin ley. Los enfrentamientos entre estas clicas son casi como un juego sin reglas, aunque ya nadie recuerda muy bien quién empezó la pelea y, sobre todo, nadie piensa en acabarla. Nadie se sale de la fila. Nadie puede abandonar la pandilla. De hecho, cuando dudan de si un niño podría decidir abandonar la disciplina, le tatúan un MS 13 en la frente que lo deja marcado para siempre.

Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual
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En realidad, las pandillas sobreviven en ambientes porque ofrecen modelos alternativos de familia. “No buscaban luchar. Buscaban pertenecer a algo”, escribe Susan. E. Hinton en su Rebeldes, de 1967. Esta fue una de las primeras novelas exitosas sobre gangs en la segunda mitad del siglo XX. Una tradición de relatos de delincuentes juveniles con como The Warriors,  dirigida por Walter Hill en 1979. La película plantea algo interesante. Los pandilleros neoyorquinos llegan a una conclusión aplastante: si todos se juntan, suman unos 60.000, mientras que solo hay 20.000 policías disponibles. En la cumbre que celebran se desata un pifostio del que huirán los protagonistas atravesando toda la isla hacia Coney Island, completando una versión con cadenas y puños americanos de La Odisea.

Cuando los responsables de la película movían la idea entre los estudios, algo sucedió en Nueva York. Algo que daría inicio a otra revolución de gángsteres relacionados con la música. Cuando, durante el famoso apagón neoyorquino de 1977, los jóvenes aprovecharon ese precioso tiempo de oscuridad para robar el material musical necesario para montar una revolución no televisada, pero que sería enorme, tomaría el planeta y acabaría por ser asimilada por el sistema. Donde también habría duelos de pistoleros como los de Peckinpah y asesinatos juveniles como los de la Mara Salvatrucha: el gangsta rap, que gobernó el mundo musical en la segunda mitad de los años ochenta.