“Seis grados de separación”, ya sabéis de qué va el juego, hombre: unir conceptos, personas, animales o cosas muy distantes en seis pasos que revelan qué todo puede estar conectado.
También es cierto que este pasatiempo a partir de una lectura lúdica de la teoría del caos está un poco superado. Ya está muy visto, sí, vale, de acuerdo. Así que ¿para qué quedarse ahora so lo con seis vínculos cuando se puede establecer un mapa de conexiones de… Un millón de grados de separación?
Es esta una Historia Universal (la que nos gusta a nosotros, al menos) contada a partir de los links. Miqui Otero se deja caer alegre e inconscientemente por el tobogán de la libre asociación de ideas en una chifladura holística por entregas.
Cada capítulo de esta epopeya tiene seis grados para respetar el referente original. Pero como rezaba aquel célebre claim de The Wire“Everything is conected”: el final de cada episodio de Un millón de grados de separación siempre será el principio del siguiente. Y así, y si nadie nos detiene antes, hasta el infinito.

ilustración por
Sergi Padró

Un millón de grados de separación


por Miqui Otero

Capítulo IX

Cómo José María Íñigo intentó bombardear Eurovisión en una película estrenada en Cannes un año antes de que Robert Altman se llevase la Palma de Oro con M. A. S. H, una sátira antibélica influida por las crónicas nuevoperiodísticas de Michael Herr y Sean Flynn, cuyo padre Errol tocaba el piano con un undécimo dedo e inspiraba una de las mejores canciones del pop español de la historia, firmada por un grupo que a su vez homenajeaba a Enrique Jardiel Poncela, el mejor escritor cómico de las letras hispanas, que frecuentaba las mismas mansiones donde el actor de Robin Hood había mostrado su miembro como si fuera un animal exótico o un trofeo.

Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual

Años antes de presenciar cómo Uri Geller doblaba cucharas con la mente, décadas antes de convertirse en ese cruce entre el Coronel Kurtz, el Coronel Tapioca y un Don Limpio con bigote especialista en Eurovisión, José María Íñigo era una de las máximas eminencias de la música pop en este país.

El presentador era el encargado de filtrar y mostrar todos esos discos que llegaban gracias a las bases militares estadounidenses con las que contaba España: los soldados traían discos de soul o de psicodelia que intercambiaban por arrumacos con mujeres locales o por lingotazos de Soberano. Por esa misma vía llegó la actriz Patty Shep ard, cuyo padre trabajó en la base de Torrejón de Ardoz. Ella, como muchos de los grupos que surgieron en esa época, actúa en la película Un, dos, tres… al escondite inglés, donde Íñigo tiene un papel crucial. El presentador se desdobla para encarnar a dos personajes: el tipo que controla todo el tinglado Mundocanal y también uno de los cruzados del activismo pop que quieren sabotear ese festival de canción ligera (que es la más pesada).

Dirigida por Iván Zulueta, también implicado en espacios televisivos como Último Grito, la película introdujo en España algo parecido al concepto de “terrorismo pop” : ante la enésima canción horrible que España presentaría en ese remedo de Eurovisión, un grupo de modernos intenta sabotear el proceso para lograr que vaya el grupo que ellos quieren. Hasta entonces, todo lo que pasaba por moderno en el cine español eran las películas de folclóricas contra yeyés (Manolo Escobar contra Concha Velasco compitiendo en el concurso de una marca de manzanillas, por ejemplo), pero, en este caso, Zulueta entregaba un filme lisérgico y locatis. Ese cripticismo, a menudo criticado, tenía un sentido entonces: burlar la censura que aún regía el país cuando se estrenó, en 1970. Criticar una música en blanco y negro servía para poner en duda la anemia cultural de un país en blanco y negro y la única forma de hacerlo pasaba por emplear unos códigos que los censores no entendieran. Además, los propios personajes bromeaban: “No te da vergüenza, mamá. Te dejo un segundo sola y te pones a hacer la psicodélica”.

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Los Ángeles, Los Mitos o Los Pop Tops desfilan por la película en una sucesión de piezas que prefiguran el lenguaje del videoclip cuando el videoclip no existía (y menos aún en España). Quizá el más elocuente sea el que protagonizan los The End, que se pasean por una Gran Ví a madrileña de churros, sacristía y cuchillerías que no entiende de qué planeta han salido esos melenudos con abrigos de chinchilla. , esos melenudos despertando miradas que oscilan entre el terror y la incomprensión, es el equivalente ibérico de fotos tan legendarias como la de (mirada por la abuela escandalizada) o como la de aquel joven con bombín que lee en el metro la novela erótica censurada El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence. Ese choque generacional y cultural que tan bien explicó Philip Larkin en el poema Annus Mirabilis:

Sexual intercourse began
In nineteen sixty-three
(which was rather late for me) –
Between the end of the Chatterley ban
And the Beatles’ first LP.

Un, dos, tres… al escondite inglés, peli en la onda de los filmes beatlemaniacos, se proyectó en un festival de Cannes, el de 1979, dominado desde hacía algunas ediciones por la contracultura sesentera (y cancelado por culpa de esta misma contracultura también, que en 1968 el certamen se suspendió por los eventos del mayo francés). El mismo año en el que Zulueta se coló en la Croisette, se llevó la Palma de Oro el libelo filo-revolucionario de If… de Lindsay Anderson, y en 1970 el premio cayó del lado de la sátira anti-bélica M. A. S. H., de Robert Altman.

La película venía de ser una novela de Richard Hooker y acabó por ser una de las series más exitosas de la historia. Aunque narraba las peripecias de un grupo de médicos destinados en la Guerra de Corea, los espectadores la interpretaron como una sátira de Vietnam. Alan Alda y compañía mostraban un relato anti-épico de la cosa bélica, donde unos cirujanos podían discutir si era pertinente realmente hacerle un trasplante a un coronel muy mezquino (el típico dilema super-heroico: ¿qué vale una vida, cuando si sigue vivo puede cobrarse miles de vidas más?). La letra de la (escrita por el hijo de Altman) ya hablaba de que “el suicidio es indoloro” y fue la primera serie donde se dijo “hijo de puta” y donde se puso en duda la idea de las risas enlatadas. No se centró en la guerra y mutó a sátira de absolutamente todo, del concepto de familia al narcisismo o el feminismo.

Con M. A. S, H., decíamos, sucedió lo mismo que con la novela Matadero Cinco, que reflejaba el absurdo de la Segunda Guerra Mundial pero que se leyó en la época anti-Vietnam. En esa novela, Kurt Vonnegut se plantea que un relato bélico no puede presentar a los combatientes como héroes, porque entonces acabarán teniendo una adaptación fílmica interpretada por Frank Sinatra o John Wayne que perpetuará en los niños el deseo de ir a la guerra.

Tampoco son épicas las crónicas de Vietnam de Michael Herr . En Despachos de guerra, editado aquí por Anagrama, el autor dice: “Sabes de sobra que nadie va a ir a pagar dinero por sentarse a oscuras y que se lo pongan delante” (Herr se refería en esos textos sesenteros a todas las dudas morales y a todas la carnicerías de ese conflicto). Pero el caso es que M. A, S. H. logró algo inaudito: el capítulo final, titulado y estrenado el 28 de febrero de 1983, fue el espacio televisivo más visto de la historia, con un 77% de share en Estados Unidos y más de 125 millones de espectadores.

Cuando la revista E squire envió a Herr a Vietnam nadie sospechaba algo así, aunque cabeceras como e sa y tantas otras habían puesto en jaque a los diarios tradicionales mediante un Nuevo Periodismo más literario, más empático, más humano y menos robótico. Herr huía de esas piezas periodísticas de los diarios tradicionales que hablaban sobre número de bajas o el alcance de los morteros: “Al cabo de un año me sentía tan conectado a todas las historias y las imágenes y el miedo, que hasta los muertos empezaban a contarme historias. Y me decían: Ponte en mi lugar”. Para ello, Michael Herr explicaba historias de soldados yanquis que jugaban al “Construye Tu Amarillo” formando cadáveres con miembros de varios soldados del Vietcong, nombraba las cintas de Jimi Hendrix o los Stones que animaban las partidas y los miedos de los yanquis, intentaba replicar con un estilo onomatopéyico los viajes del LSD que consumían… No eran despachos de guerra fríos, sino historias de vidas (y de muertes). Herr confiesa que él mismo había sido una víctima del mecanismo que denunciaba Vonnegut: él era un judío de clase media que había acabado en el campo de batalla por culpa de la fascinación que sentía de pequeño cuando veía las películas de la Segunda Guerra Mundial.

El autor tenía como escudero a un fotógrafo guapísimo, carismático y chalado llamado Sean Flynn, que tenía de donde heredar todos esos rasgos: era el hijo de una de las estrellas más disparatadas de la historias de Hollywood.

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En capítulos anteriores explicamos cómo Bach usaba un palo que sostenía con la boca para lograr llegar a notas más altas y conseguir el subidón. Diez dedos eran pocos, así que con esa varita de madera tenía once. Bien, algo parecido le sucedía a Errol Flynn. Explica Marilyn Monroe que en las fiestas, el actor solía aporrear el piano con el undécimo dedo. Con el miembro. Con un miembro que había viajado mucho y había estado en lugares más míticos que Atlantis, por así decirlo. Flynn mostraba su minga como si fuera un trofeo, la miraba cada día con la fascinación de quien recibe un regalo maravilloso (como un papagayo exótico) cada mañana.

Antes de interpretar al Capitán Blood o a Robin Hood, Flynn fue ya a los diecisite años oficial de las tropas colonial es en Nueva Guinea, aunque su peor batalla fue contra la mujer polinesia de un alto funcionario que los descubrió en el catre.

Las memorias Errol Flynn. Aventuras de un vividor son el equivalente sexual a la épica del Antiguo Testamento, con sus desmedidas cifras y relatos inverosímiles por sus dimensiones. Boxeador, buscador de oro y actor que no aceptaba dobles para sus escenas de acción, Flynn incluso visitó España durante la Guerra Civil. ¿Cómo resume el conflicto? Ni Hemingway. Lo hace con la mujer que se agenció aquí, una tal Estrella, que según él le habló más del carácter ibérico que todas las escenas bélicas juntas.

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Personajes extraordinarios inspiran canciones extraordinarias. Y un grupo español, Los Caramelos, le dedicó la más bonita, un panegírico lírico titulado con el nombre del actor y no exento de humor. Liderados por Charlye Misterio, que dejaba claras sus intenciones con su seudónimo, Los Caramelos son uno de los grupos más raros (en la acepción de extraordinarios y únicos) de la historia reciente del pop al sur de los Pirineos. Sus letras sobre quimeras adolescentes en ciudades del surf, sus versiones de The Jesus and Mary Chain, su música de pop pegadizo pero no pegajoso e increíblemente silbable pero poético los convirtieron en un grupo que era como los mecheros: no son de nadie, a veces se encienden y aparecen cuando no se les busca. De hecho, sacaron su disco muy a toro pasado, en 2002, recopilando todas las canciones que Mysterio había grabado entre 1988 y 1999 en su cuatro pistas que funciona (aún ahora) a pilas. Luego colaboraría con gente como El Zurdo y declararía su devoción tanto a Kevin Ayers como a Julio Iglesias. Una de sus muchas versiones adaptó al español la canción , del grupo australiano The Go-Betweens. En ella, Robert Forster hablaba de una bibliotecaria de la Universidad de Queensland (donde conoció a Grant McLennan, su compinche en la banda), que manejaba libros de Genet, Brecht o Joyce. Bien, Los Caramelos grabaron Carmen, donde la australiana se había transformado en una españolita muy mona que en sus estanterías tenía a Enrique Jardiel Poncela.

Venimos de hablar de guerras y de Don Juanes atípicos, y nadie ha escrito sobre el mito de Don Juan como Jardiel, que lo define “no como un hombre espiritual, aventurero, idealista, fauno, coleccionista o tirano, sino como un idiota” (lo hace en la descacharrante novela Pero… ¿hubo alguna vez 11.000 vírgenes?).

No es fácil elogiar a un escritor que mandó escribir en su epitafio lo siguiente: “Si queréis los mejores elogios, moríos”. Aun así, Jardiel fue y es el mejor escritor cómico (y tragicómico) de nuestras letras. Comediógrafo genial, cabeza visible (y repeinada) de la otra generación del 27, la del humorismo violento. Artesano (construía sus maquetas para cines futuristas), ilustrador y personaje inquieto: un dandy retaco con la lengua más afilada que despertaba las antipatías (y las simpatías) tanto del bando republicano como del franquista. Tachado de misógino, en 1931 estrenó una obra casi feminista titulada El sexo débil ha hecho gimnasia y un buen día una de sus nietas me confesó que, cuando siendo una niña se le estropeaban los vestidos, el Jardiel abuelo, tan manitas, le retocaba los bordados (un hombre machista de los años treinta remendando un bodoque).

Jardiel, el gran Jardiel Poncela, que conoció el éxito masivo y el desprecio absoluto en vida, que decía que los críticos eran parásitos de la literatura y quería fumigarlos con insecticida Fitz, una vez incluso mandó atornillar la butaca donde debía sentarse un eminente crítico de espaldas al escenario donde iba a estrenar una obra. Sus aforismos son joyas absolutas de risa pura y también melancólica. Las cosas son Jardiel (graciosas, ingeniosas, decisivas, filosóficas y frescas), porque Jardiel es de esos autores que hacen de su nombre adjetivo. Jardiel Poncela, ese que decía que “la timidez es un sólido que solo se diluye en alcohol y en dinero”, conocerá en próximas entregas a las grandes estrellas de Hollywood, pero, de momento, despidámonos con la dedicatoria de una de sus novelas. Una dedicatoria que es muy Jardiel:

“Dedicatoria:
A Enrique Jardiel Poncela,
Mi mayor enemigo, con la adhesión, la simpatía y el afecto de
Enrique Jardiel Poncela”.

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