Nuestro



Popeye

Nuestro Popeye. – O Productora Audiovisual


Viñetas robadas por Jordi Costa

Cuando a Josechu, el Vasco, se le acerca, pongamos por caso, un señor con una maceta de tamaño humano, proporciones ditirámbicas y sinuosa planta en su centro, solicitándole ayuda para subir el armatoste a una azotea, el inmortal personaje del TBO no tiene un no por respuesta, pese a hallarse enfrascado en la lectura de un, al parecer, apasionante artículo publicado en las páginas de un periódico. Colocando la descomunal maceta –¡¡con el tipo dentro!!- sobre su brazo –o su brazote- derecho, el forzudo euskaldún decide ascender tranquilamente unas empinadas escaleras, sin darle demasiada importancia al asunto y, atención al detalle, también sin detener la lectura de magnético artículo periodístico. Así es (o así era) Josechu, el Vasco, un tipo que encarna, por así decirlo, una Quintaesencia, una Idea de lo Vasco; entendido este concepto como síntesis de lo Brutote y lo Noblote. Josechu es un tío franco y servicial, siempre dispuesto. Aunque a veces su condición hercúlea no repare en los límites de lo real y genere algún que otro daño subsidiario en el mobiliario del prójimo o incluso en el trazado urbanístico. A lo largo de su recorrido vital por las páginas del TBO, el ímpetu de Josechu se llevó por delante mesas de billar, manos ajenas, tartas de cumpleaños, árboles –diría que incluso arboledas-, pedruscos y tobillos, entre mucha otras cosas. Nunca de mala fe: las magulladuras que el personaje solía dejar tras sí se debían antes a muestras demasiado efusivas de cariño –un cariño vascongado- que a esa tendencia a lo violento que otras esferas de la opinión pública se empeñarían en asociar insistentemente con el hecho diferencial del que emergía este inolvidable titán de un humor blanquísimo, ingenuo y directo que su creador, Joaquim Muntañola, siempre registraba con trazo ágil, suelto y dinámico.
Sabida es la querencia de nuestro humor nacional por extraer comicidad de las singularidades regionales. Somos un país pequeño, pero lleno de identidades y, por tanto, afín a inagotables conflictos con la Otredad. Según la división territorial chascarrillera, somos, esencialmente, un país habitado, según las zonas, por tacaños (Cataluña), perplejos (Galicia), chulos (Madrid), gandulazos (Andalucía), tozudos cerriles (Zaragoza) y bestias humanas (País Vasco), entre otras variedades. Llegó un momento en que esta última categoría (la Vasca) pasó a encarnar la Otredad Máxima y se desgajó del discurso humorístico del cassette de gasolinera y el chiste de tasca para convertirse en especialidad de otros discursos humorísticos bastante más inquietantes: el del facherío irredento y el de esa socialdemocracia que, cada vez que se mentaba la bicha (ETA), se rendía al acto reflejo de manifestar su Extrema Repulsa antes de pasar al matiz. ETA nació en 1958 y, si bien el asunto es objeto de controversia histórica, se supone que no empezó a matar (al menos oficialmente) hasta 1968. Tardó bastante más en perder la simpatía de todo habitante con dos dedos de frente de este lado del extremismo abertzale (cosa que se suele olvidar bien por regla general, bien por olvido estratégico de ciertos sectores de la izquierda, bien por un razonable mecanismo de preservación de la salud mental tras caer en la cuenta de las dimensiones e implicaciones de ese pecado original de la preTransición). Josechu, el Vasco nació en 1963: es decir, con ETA ya en el territorio pero aún sin (se supone) sangre en su historial. El personaje surge, pues, en una zona de transición, cuando el humor blanco sobre Lo Vasco aún era posible, pero poco antes de que se sienten las bases de una larga cuarentena que, a la larga (muy larga), se iría minando (poco a poco) desde el humor gráfico (el caso TMEO, por ejemplo), el humor televisivo (la legendaria Vaya semanita) y, finalmente, como es de todos sabido, por la comedia cinematográfica, que, a través del fenómeno Ocho apellidos vascos, restituyó Lo Vasco al territorio del Humor Blanco Nuclear –y al mainstream que otrora ocupó felizmente Josechu- , y, a través de otros ejemplos –el piloto de la serie nonata Aúpa Josu o la película Negociador-, tanteó las posibilidades para una comedia de altura hurgando, precisamente, en la memoria de ese territorio recién clausurado de incomodidad y tabú. Dato importante: la cuarentena humorística sobre Lo Vasco se levanta a partir de que ETA deja de matar.
Un servidor tiene debilidad por el arte de Muntañola y los motivos son muchos. Siempre que se habla de él se insiste en que su humor no era de lo mejor del TBO, pero a mí me encantaba ese trazo que parecía haber convocado un personaje a la primera, en un solo movimiento de pluma sobre papel. También me gusta que Muntañola fuera uno de esos historietistas que, en un momento dado, se desdoblaron en críticos de cine: recuerdo haber leído sus reseñas -¿aparecían en La Vanguardia?- pero no me llega la memoria para saber si coincidía mucho o poco con sus gustos. Lo más probable es que leyera sus críticas cuando no tenía ni edad para ver las películas que analizaba con, creo, más relajo y humor amable que verdadera saña: me viene, como si la hubiese visto ayer, la caricatura de Liza Minnelli que ilustraba su reseña sobre Nina de Vincente ídem. Yo tenía diez años. Muntañola fue, asimismo, animador –en compañía de José Escobar: uno de sus cortos del Fakir González, por cierto, aparece en la áurea colección recogida en el lote de DVD Del trazo al píxel y revela una inteligencia de animador a pleno rendimiento, capaz de fijar eficaces y excéntricos gags visuales en movimiento- y hombre de teatro: su obra más celebrada en este ámbito, En Baldiri de la costa, proporcionó un notable éxito a ese Joan Capri que también era figura muy querida en mi casa.
Pero, bueno, a lo que íbamos, Josechu, en tiempos en que los vascos empezaban a inspirar otra concepción de la Otredad, habitó una zona edénica donde la fortaleza euskaldún se mantuvo en una perpetua Edad de la Inocencia. Cuentan que el personaje no nació de la nada, que fue apropiación, plagio o desarrollo del Robustiano Fortachón que creó el valenciano Carbó para las páginas de Jaimito en 1959. No conocía un servidor a ese personaje, pero las páginas leídas durante la preparación de este artículo no dejan lugar a dudas sobre la filiación (no sé si del todo decorosa e irreprochable) de Josechu, aunque existe más de un matiz de diferencia: Robustiano era menos empático y afable, una Idea de lo Vasco que no era contrapunteada por la vocación de servicio de ese Josechu que, a veces, parecía un bruto instrumentalizado por un mundo de flojos de músculo subdesarrollado y morro hiperdesarrollado. Me extraña que ningún fanzine de órbita abertzale no se apropiara del personaje para darle un vuelco incorrecto. En ese supuesto País Vasco sin fondos ni paisaje que evocaba Muntañola con su estilo minimalista, Josechu funcionaba como Nuestro Propio Popeye, aunque con bastantes menos matices anímicos y una comicidad mucho más roma. En la Viñeta aquí Robada, Josechu tiene un encuentro pop: se cruza con un forzudo real –el púgil Urtain (al que recuerdo haber visto mutado en personaje en otras historietas de la época)- y, lejos de emprender un pulso de fortalezas, decide estrecharle con mucha energía la mano. Urtain corresponde al afecto con afecto y la consecuencia resultante es el estrechamiento de los brazos de ambos mastuerzos. Aquí, Josechu seguía siendo hombre de una pieza, pero demostraba que, en un mundo de iguales, su naturaleza granítica podía ser tan flexible como un blandiblub. No sé si fue intencionado por parte de Muntañola, pero esta suma de Vasco y Vasco intensificó la Vasquidad de ambos personajes, dando sus brazos la elegante curvatura de una cesta de rebote para jugar a la pelota vasca… ya sin necesidad de cesta de rebote.


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