“Seis grados de separación”, ya sabéis de qué va el juego, hombre: unir conceptos, personas, animales o cosas muy distantes en seis pasos que revelan qué todo puede estar conectado.
También es cierto que este pasatiempo a partir de una lectura lúdica de la teoría del caos está un poco superado. Ya está muy visto, sí, vale, de acuerdo. Así que ¿para qué quedarse ahora so lo con seis vínculos cuando se puede establecer un mapa de conexiones de… Un millón de grados de separación?
Es esta una Historia Universal (la que nos gusta a nosotros, al menos) contada a partir de los links. Miqui Otero se deja caer alegre e inconscientemente por el tobogán de la libre asociación de ideas en una chifladura holística por entregas.
Cada capítulo de esta epopeya tiene seis grados para respetar el referente original. Pero como rezaba aquel célebre claim de The Wire“Everything is conected”: el final de cada episodio de Un millón de grados de separación siempre será el principio del siguiente. Y así, y si nadie nos detiene antes, hasta el infinito.

ilustración por
Sergi Padró

Un millón de grados de separación


por Miqui Otero

Capítulo XIV

Donde Obama, ese presidente adicto a la cultura popular, confiesa poluciones nocturnas con Star Trek y se luce con una canción de Al Green, que a su vez se convirtió a la fe después de que intentara chamuscarlo una amante despechada y que reapareció cantando temas laicos en la película Los fantasmas atacan al jefe, protagonizada por un tal Bill Murray, creador del cantante loser Nick the Lounge Singer, una muestra más de la extensísima estirpe de vocalistas de piano-bar de birra a un euro y “mujeres que fuman”, frecuentados también por la modalidad de los imitadores de grandes leyendas, cuyo ejemplo más extraño es el (otro) Rey: Orion, el Elvis con un antifaz que podría haberle arrebatado al supervillano de folletín Fantômas, el gran sádico asesino en serie de la novela popular de principios del siglo XX que saltó a México donde, hasta hoy, perduran otros héroes enmascarados que, además de dar mandobles en el ring, también dan misa y se presentan a elecciones.

Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual

En la serie británica The Thick of It, sátira de la actividad en un gobierno del Reino Unido, el asesor de prensa del ministro de asuntos sociales le entrega al jefe un kit de actualización pop con las series y discos sobre los que la gente habla en ese momento. Los políticos son esa gente que, en términos de cultura popular, parece que hayan regresado de un coma de siete años y no sepan de qué va nada, pero entre las excepciones se encuentra el presidente estadounidense Barack Obama, fan de los de bufanda y bandera de la serie The Wire.

Explica el primer presidente negro en Dreams from My Father cómo la televisión fue su verdadera institutriz cuando se quedaba en la casa de sus abuelos de Hawaii. De esa época heredó el poder de frustrar a los malvados que quieren lanzar el último spoiler sobre Homeland o de Boardwalk Empire. Incluso Ari Gold, el tronchante manager de la serie Entourage, está basado en uno de sus jefes de gabinete. Obama sabe jugar, además, el papel de sibarita: en 2012, en una reunión de la National Urban League, advirtió a los jóvenes de su nación que no debían embobarse viendo Mujeres desesperadas porque sus equivalentes chinos no lo hacían. Sin embargo, él admite reservar unas horas cada noche para ver sus series favoritas.

Sus ídolos suelen compartir raza con él. Reivindicó a Omar Little cuando ya era candidato, pero su verdadero icono es en realidad otro. Cuando la actriz Nichelle Nichols visitó el Despacho Oval con él como anfitrión le temblaron las piernas. Casi perdió pie. El presidente reunió el valor suficiente para confesarle a la actriz cómo había sido su mito erótico infantil cuando esta interpretaba a la Teniente Uhura en Star Trek.

Nichols había cantado para músicos como Duke Ellington, y al “jefe del mundo libre” cultura musical no le falta. Su afición por los discos se intuía en sus listas musicales donde se juntaban clásicos del rock contracultural con nuevas estrellas del rap (o con la Mala Rodríguez). Las malas lenguas dirán que esas listas podían ser fruto de un kit tipo The Thick of It, pero él supo demostrar que no un largo día de campaña que acabó en el legendario Teatro Apollo de Nueva York. Cuando llegó, mientras probaban los micrófonos del acto, tarareó una canción. Los técnicos de sonido le aconsejaron que repitiera durante el acto. Así que en pleno discurso de Al Green con más clase que un traje de cuatro botones y solapa estrecha. Quizá, como con Omar Little, a Obama le fascine el personaje en sí, con una de esas existencias que parecen ser vividas para servir de argumento a un exagerado biopic musical.

Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual

El 18 de octubre de 1974 Al Green le canta una canción en la cama a su amante Mary Woodson. Green es como uno de esos superhéroes que no saben controlar su superpoder: en su caso, una voz que podría derretir témpanos de hielo en el Everest e incendiar iglús habitados por esquimales. Al Green Lantern, vaya. La pobre mujer, que además está casada, balbucea que muchas gracias y, saltándose todas las convenciones de la época, le pide matrimonio. Green, algo azorado, la rechaza. Y decide ausentarse diciendo que necesita ir al baño. Craso error. Allí, en la bañera canturrea alguna de sus muchas baladas, tan ensimismado que no ve acercarse a la mujer. A la mujer enfadada. A esa mujer armada. A esa mujer cargando una olla de sémola hirviendo que le arroja en la espalda. Gritos.

Woodson no soporta la escena, se encierra en una habitación de aquella residencia de Memphis, redacta una nota, saca el revólver de Green de un cajón y se suicida. Green padece quemaduras de tercer grado que no solo le dejan numerosas señales sino que él interpreta como una señal divina. Así que se convierte en reverendo pentecostalista y sigue con su carrera. Sin embargo, tiempo después se cae de un escenario de Cincinnati. Segundo aviso. Quince días en el hospital. Green sabe que cada vez que empuña un micrófono puede desatar tormentas y coquetear con la muerte, así que decide abandonar la música, comprarse una iglesia y ejercer de pastor, cantando únicamente himnos religiosos.

Es curioso que una de las mejores voces de soul de la historia regresara a la música laica y al rock and roll a dúo con una cantante tan aparentemente diabólica como Annie Lennox y para una película aparentemente frívola pero con tanta moraleja como Los fantasmas atacan al jefe. Para esa especie de versión moderna del Cuento de navidad de Charles Dickens interpretó , en 1988. Fue su gran regreso. Fíjense en el adverbio: pon “un poco” de amor en tu corazón. No es necesario pasarse con la dosis. Ojo que con una miaja ya vale. No nos pasemos, que si viertes más la cosa se lía parda.

Los fantasmas atacan al jefe relata el correctivo entrañable y cómico a un ejecutivo de televisión demasiado obsesionado con la audiencia. Tan excesivo y tan entrañable y tan cómico como el actor que interpreta al protagonista, probablemente el artista más libre y raro (raro en la acepción de único, por excepcional) del establishment de Hollywood: Bill Murray.

Murray es ese tío abuelo melancólico y aficionado al alpiste a quien no querrías acercarte en los malos momentos pero de quien querrías saber todo. Parece permanentemente desganado, pero en realidad lo da todo. En esa distorsión entre descuido y pasión reside su especial don, perfectamente condensado en uno de los personajes que bordaba en su época en el programa de sátira Saturday Night Live, donde fogueó alguno de sus talentos.

Allí interpretaba a , un cantante sentimental (“schmaltzy”, la palabra viene de la grasa en la gastronomía judía) de los años setenta que se toma tan en serio una actuación en el Madison Square Garden (si la diera en alguno de sus sueños) como en un cumpleaños infantil en McDonalds. El secreto de Nick es, precisamente, esa pasión desgarrada con la que canta en cualquier situación, sea una boda, la sala de espera de un dentista o un karaoke. Es de esa pasión casi Asperger, ensimismada y pura, de donde surgen tanto la comedia como la empatía. El personaje tomaba canciones famosas, alterando levemente la letra con fines humorísticos y la berreaba con toda la pasión del planeta: cerrando los ojos, la mano en la barriga, el peinado de frenopático. En el 40 aniversario del SNL, donde participaron Paul McCartney y Kanye West, entre otros, la palma se la llevó él, con una versión libérrima del (¿?) de la película Tiburón.

Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual
Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual

Todo mundo tiene un submundo, que además suele ser más fascinante que el que acapara los focos allá arriba. Entre los muchos impersonators o personas que se ganan la vida convirtiéndose en sus ídolos, sean estos Julio Iglesias o John Lennon, destaca por su peculiaridad Jimmy Huges Bell. Orion, para los amigos.

. No, simplemente sabe y puede (y no puede evitar) cantar como la gran leyenda del rock and roll. Lo hace desde que ganó un concurso estatal de música en Alabama y en cada álbum que ha registrado desde 1964, incluso en los que firmó para Sun Records, la discográfica de su ídolo. De hecho, publicó un disco titulado I’m Not Trying to Be Like Elvis. No lo intentaba, pero, bueno, le salía así. Y los sellos musicales capitalizaban el don: en 1972 sacó un single con un interrogante en la portada que fue la mecha que prendió la teoría conspiratoria de que el dios seguía vivo, inaugurando, de paso, todo ese monumento a la leyenda urbana que es la Elvis Alive Conspiracy, cuyos devotos ven apariciones del Rey tanto en una gasolinera estadounidense como en un extra de la película Solo en casa.

Lo verdaderamente curioso de Orion, entre muchas cosas, es que su voz era tan idéntica a la de Elvis que si quisiera cantar sin parecerse a él, no podría. Es decir: para no parecerse a Elvis, debería fingir o impostar su voz. Empleando una frase del autor francés Boris Vian: “Todos estamos disfrazados. Así que ya debemos ponernos una máscara para mostrarnos como somos”. Quizás por ello Orion usó durante toda su carrera un antifaz, a menudo de restallantes lentejuelas. El antifaz es el complemento ideal del mito, ya que no solo oculta su identidad, sino que asegura su pervivencia en el tiempo (apropiándose de la máscara nuevas personas que perpetuarán así el mito, eterno por definición).

Todo eso lo sabía bien el primer asesino en serie, el villano pionero convertido en protagonista, el dandy malvado: Fantômas. Creado en 1911 por Marcel Allain y Perre Souvestre, es un personaje definitivo de la literatura popular de folletín. No solo es equiparable a Arsenio Lupin (héroe de folletín socialista y antiautoritario por excelencia) por su elegancia de Príncipe de Gales y su alergia a la ley de Lucky Luciano, sino que además disfruta matando. Y haciéndolo de las formas más delirantes: con ratas infectadas de peste, por ejemplo.

El personaje, este villano con antifaz y chistera y polainas, fascinó tanto a Cortázar o Borges como a Buñuel (su hijo, de hecho, dirigió algunos capítulos de la serie televisiva que lo adaptó). En una de las entregas, Fantômas tima a su mejor socio en un viaje a México. Aquello debió calar en Latinoamérica, ya que más adelante, en 1975, Julio Cortázar publicaría Fantomas contra los vampiros internacionales, un texto que parte de las actas del Tribunal Russell, que investigaba las violaciones de los derechos humanos en las dictaduras de principios de los setenta de Chile, Brasil o Argentina.

El Fantômas de Cortázar no venía tanto del villano francés folletinesco, como de una encarnación del mito en el México de los sesenta: Fantômas o La amenaza elegante. Esta nueva versión se enfundaba no ya un antifaz, sino una máscara blanca que cubría su cabeza (más parecida al pasamontañas de un atracador de banco) y tenía un tono increíblemente socialista e inverosímilmente cultivado: entre bronca y bronca, soltaba citas a Sartre y era colega, en la ficción, de García Márquez, Einstein, Hitchcock o Marx (de Karl, no de los hermanos). De hecho, la gran cruzada de esta reencarnación del mito parece imaginada por Noam Chomsky o Fidel Castro: el Fantômas latinoamericano roba riqueza para reinvertirla en universidades y bibliotecas públicas.

Como muchos de los superhombres de la literatura de quiosco, no solo era un hombre sentimental, pero que dominaba sus pasiones, y no se limitaba a ser un héroe en la calle, sino que también lo era en la cama: en las páginas del Fantômas mexicano, publicadas entre los sesenta y los ochenta, se le ve alternando con Bo Derek, Brooke Shields o Jane Fonda. Un héroe de cama y espada, más que de capa y espada, vaya.

Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual
Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual

Los justicieros mexicanos, de hecho, están acostumbrados a vivir con la cabeza cubierta por una máscara brillante y enigmática, pero siempre puesta en los más desfavorecidos. Especialmente los luchadores mexicanos, esos superhéroes que saltan del color de la viñeta y de la gran pantalla a las calles y las lonas.

Entre estos coloristas enmascarados, destaca, por ejemplo, Fray Tormenta, un sacerdote que reparte la comunión (sin sacarse la máscara de lentejuelas) en los barios más desfavorecidos. O Adorable Rubí, que junto a Sergio el Hermoso formó parte de La Ola Lila, una tendencia de luchadores mexicanos, prefigurada por Dizzy Gardenia Davis décadas antes, que arrojaban claveles desde el ring y que hicieron una gran labor en visibilizar la homosexualidad durante los años setenta: “Somos rudos, pero elegantes. Somos la clase en la lucha. Condenamos a esos otros que suben al cuadrilátero sin bañarse y perfumarse”.

En el ring se lucían con llaves como La doble Nelson o la Quebradora y sabían de algún modo, como se explica en uno de los textos del libro de fotografías de Lourdes Grobet, sintetizar la violencia callejera a través de la hermosura. Su identidad no se disfrazaba, sino que se reconvertía: “El rostro no se ausenta, adquiere otra textura”.

El ejemplo más célebre es, sin duda, Superbarrio Gómez. En un primer momento una creación del activista social Marco Rascón Córdoba, que tanto frecuentaba las asambleas de barrio como se ponía al frente de las reivindicaciones por el derecho a una vivienda tras el terremoto de Ciudad de México de 1985. Superbarrio fue en las negociaciones entre los sectores más desfavorecidos y las altas esferas políticas. Incluso se presentó a la carrera electoral de EE. UU. apoyado por Eduardo Galeano y Noam Chomski. Pero el verdadero mérito de Superbarrio es otro. Su mito es verdaderamente inmortal, ya que este personaje, gracias a la máscara y a las mallas con esa enorme SB bordada en el pecho, ha sido interpretado por diferentes activistas a lo largo de la historia. Superbarrio puede caer en la lona, sí, pero jamás la muerde. Siempre se levanta.