El canon
del
héroe
herzoguiano.

Hacia un
fenotipo de los
conquistadores
de lo inútil.

por
Alexandre
Serrano

LOS HÉROES DE HERZOG

El canon del héroe herzoguiano. – O Productora Audiovisual
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LOS HÉROES (QUE PODRÍAN SER ) DE HERZOG

El canon del héroe herzoguiano. – O Productora Audiovisual
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En una escena de , uno de sus mejores aunque no más conocidos documentales, Werner Herzog pregunta a su protagonista qué le impulsó a querer convertirse en piloto militar. Y Dieter Dengler le cuenta que durante la Segunda Guerra Mundial su pueblo en la Selva Negra sufrió un ataque aéreo aliado. Él, todavía un niño, se quedó asomado a la ventana en lugar de ponerse a cubierto. Uno de los aviones pasó entonces tan cerca de su casa que, por un instante, estableció contacto visual con su tripulante. Llevaba la carlinga abierta, hacía rugir sus ametralladoras y  era como “la visión de un ser todopoderoso”. Aquella imagen determinó su vida: volverse aquello mismo que tanto le había impresionado fue en lo sucesivo su obsesión rectora.


Ese breve fragmento resulta suficiente para comprender cuál es el fulcro del “heroísmo” para el director bávaro. Podríamos sin duda descubrirlo en muchos otros de sus personajes, desde los más megalómanos, como ese Lope de Aguirre traidor a Dios y al Rey que quiere engendrar con su hija una nueva raza en medio de la jungla, a los más recónditos como el , que pretende sobrevolar con un pequeño dirigible de su invención las selvas ignotas de la Guayana. Y pasando, desde luego, por él mismo, empeñado en salvar a su amiga enferma Lotte Eisner mediante el acto de fe de cubrir a pie la distancia entre Múnich y París en pleno invierno, en adentrarse en la evacuada isla de Guadalupe para filmar la erupción de La Soufrière  o en hacer para el rodaje de Fitzcarraldo.
Se trata de una compulsión irrefrenable, una necesidad interior que no atiende a los dictados de ninguna razón utilitaria. No es, desde luego, un aventurerismo profesional y estereotipado, que Herzog desprecia en la medida que se alimenta de clichés como “la superación de los límites” y persigue la notoriedad personal. Por el contrario, nace de una llamada, de un sueño, de una alucinación y aspira a alcanzar, como ha repetido innumerables veces el propio cineasta alemán, una “verdad poética, extática”. Un desvelamiento reservado, en la feliz expresión del escalador Lionel Terray que Herzog retomará para uno de sus escritos, a los “conquistadores de lo inútil”.

Hablamos de unas motivaciones a la vez tan reconocibles y particulares como para que no haya ya un modo mejor de definirlas que como “herzoguianas”. Del mismo modo que existe un personaje al que basta con designar como fordiano, melvilliano, hawksiano o bressoniano para que cualquier aficionado al cine entienda sin más explicación qué lo caracteriza, los de Herzog tienen ese privilegio raro de llevar un apellido que se ha elevado a categoría.
Solo que, en este caso, es una categoría lo bastante poderosa como para desbordar los márgenes de su propio cine. Porque sus trazas se divisan a menudo en películas ajenas. El documental contemporáneo y el cine de aventuras más adulto han encontrado en esa antropología del apremio, la fiebre y el rapto un filón prolífico. Sin forzar la memoria y restringiéndose a estrenos de los últimos años, vienen a la cabeza el Philippe Petit que tiende clandestinamente un cable de funambulista entre las Torres Gemelas (tanto en la reciente El desafío de Robert Zemeckis como en la un poco anterior Man on Wire), el Slava Fetisov que capitanea al Red Army de Gabe Polsky (y que recibió la bendición del propio Herzog en forma de producción ejecutiva) o el más cercano Garrell de , con su entramado de cabañas, diques y laberintos en el bosque que no siguen otro plan ni diseño que el de su instinto. Como herzoguiano es sin duda el viaje maldito de Richard Stanley en Lost Soul; conexión que se refuerza por relatar un proyecto cinematográfico apasionado hasta la desmesura y que termina en uno de esos desmoronamientos aparatosos, con lo grotesco tomando el relevo de lo sublime, tan caros al realizador alemán.

Pero la fuerza de este arquetipo reside asimismo en su capacidad para trascender disciplinas y hasta tiempos históricos. Los genios redefinen incluso el pasado y la idea de “héroe herzoguiano” no se circunscribe ni mucho menos a personajes modernos del séptimo arte. Por el contrario,  identificamos sus rasgos, sin preocuparnos por lo que supone de anacronismo, en pioneros del alpinismo o de la exploración (pocas peripecias expiran más ese aroma que la de Thor Heyerdahl y su travesía del Pacífico a bordo de la Kon Tiki o la del malogrado William Barentsz ), en conspiradores alucinados de todo signo (¡cuántos no contiene el periplo vital inclasificable del Barón Ungern Von Sternberg, por poner apenas un ejemplo!), en visionarios enfrentados con las manos desnudas a tareas que les desbordan (¿o acaso ínclitos representantes del art brut como Justo Gallego o Ferdinand Cheval desentonarían en esa galería de maniáticos solitarios que pueblan su filmografía?) en personalidades extremas que han glosado otros pero, ay, si hubiera cantado sus gestas Werner (¿Eduard Limónov? ¿Bobby Fischer? ¿Brian Clough?) y, para abreviar, en tantos de esos individuos arrastrados por derivas fatales, tan hermosas como aparentemente fútiles, de los que guardamos noticia.

Y es que lo más decisivo no es que el término nos sirva hoy como cifra eficaz de una serie de actitudes y formas de ver y transitar el mundo, sino su total y subversiva vigencia. En una era de predominio de los valores del mercado y del positivismo, la convención dicta que nuestros héroes han de atesorar logros objetivos y verificables; buscar metas deportivas, económicas, artísticas, sociales y etc. con un balance final cuantificable. De hecho, la misma idea de lo heroico se ha vuelto sospechosa y se considera bien con cinismo o con abierta animadversión tan pronto como se aleja de esos parámetros gregarios. Se imponen figuras mesocráticas, en pos de objetivos fácilmente comprensibles por el sentido común, de ideales colectivos consensuados y benéficos. Los perseguidores de portentos intraducibles en ciento cuarenta caracteres, en un valor contable, en lugares comunes del progresismo o del liberalismo -con tanta frecuencia especulares- son objeto de burla, desprecio o conmiseración. Y por esa misma razón, todos los lunáticos que puedan merecer el adjetivo “herzoguiano”, esos marginales volcados por entero en ensueños improductivos, desplazados de cualquier centro y término medio, condenados con frecuencia a naufragios estrepitosos -en Herzog nunca hay espacio para esa filfa motivacional que pretende que cuando queremos algo de verdad el universo conspira para que lo consigamos; es más bien al contrario- son hombres que se han declarado en rebeldía. Portan la llama de lo imposible y de lo gratuito. El fuego último que nos alumbra y calienta mientras la lección de tinieblas continúa.