De cómo aprendimos
a amar lo extraño:
Terciopelo azul,
treinta años después

Cualquier persona que haya visto Terciopelo azul recordará el momento en que Kyle MacLachlan y Laura Dern, en la piel de los no-tan-inocentes Jeffrey Beaumont y Sandy Williams, acuden al Slow Club para ver la actuación de Dorothy Vallens, interpretada por Isabella Rossellini, a quien están espiando. David Lynch encontraba a la pareja ya en el interior del local, haciendo un brindis (JEFFREY: “¿Te gusta la Heineken?” – SANDY: “La verdad es que nunca la había probado, mi padre bebe Budweiser” – JEFFREY: “Ah, ya… la reina de las cervezas”) para, inmediatamente, dar paso a la turbada/turbadora cantante, que interpretaba Blue Star (canción que Lynch y Angelo Badalamenti compusieron expresamente para ella) y, claro, Blue Velvet. Lo que no sabíamos es que Sandy y Jeffrey llevaban un buen rato esperando el concierto. De haber llegado en el mismo momento que ellos, hubiéramos podido observar con más detalle la fachada de la sala, y también su interior, más parecido a un bar de carretera que a un club de glamour decadente y cortinajes de un rojo espeso. También habríamos presenciado los dos números que precedían a la Vallens. Uno de sus teloneros es un obeso cómico de humor marciano, que actúa acompañado de una odalisca, un guitarrista achacoso y un batería inexplicablemente excitado, mientras, a su espalda, unos carteles representan una especie de alegoría sobre el dilema del huevo y la gallina. El otro espectáculo consiste en… un perro comiendo de su plato (¡!) durante largos minutos; actuación que Sandy y Jeffrey observaban con respetuosa (a la par que hilarante) atención.

Todo esto lo sabemos ahora gracias a las escenas eliminadas que incluye el Blu-Ray de Terciopelo azul. Como es habitual en Lynch, el material rodado y luego descartado arroja luz sobre áreas que luego el autor prefirió dejar en la penumbra. Pueden ser modulaciones dramáticas relativamente sencillas –presentarnos a Sandy en el calor de su hogar hubiera resultado mucho menos sugerente que la entrada a escena fijada en el montaje final, en la que emerge de la oscuridad tras unos dilatados segundos de espera–, o detalles que explicitan en demasía el carácter de los personajes –en los primeros minutos del film hubiéramos visto a Jeffrey espiando un intento de violación en el sótano de su universidad; una escena que delataba el voyeurismo y la morbosa ambigüedad del personaje, prefigurando el momento clave en que el protagonista se cuela en el armario de Dorothy Vallens para presenciar el ritual vejatorio que comparte con Frank Booth-Dennis Hopper–. Pero los fragmentos omitidos del Slow Club tienen otra naturaleza: no aportan nada al argumento, ni conciernen a ningún personaje. Su aparente gratuidad tan solo nos habla de la visión cinematográfica de David Lynch; una personalidad que los espectadores (y él mismo) empezaban a descubrir justo entonces.

Por
Gerard Casau

De cómo aprendimos a amar lo extraño: Terciopelo azul, treinta años después – O Productora Audiovisual

Isabella Rossellini: Lady sings the blues.

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Kyle MacLachlan: I spy.

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Dennis Hopper e Isabella Rossellini: Juegos prohibidos.

Planteémoslo así: más allá de la sorpresa por descubrir nuevas esquinas en una obra que muchos creíamos sabernos de memoria, hoy podemos encajar estos sketches con naturalidad e, incluso, alborozo, pues reconocemos en ellos el humor pasmado que iría aflorando en posteriores producciones de su autor. Pero, de haberse conservado en la versión final de la película, ¿qué habría pensado el público que acudió a verla en su estreno? En 1986, ¿estábamos preparados para reír con David Lynch?

Evidentemente, Terciopelo azul está repleta de detalles que podríamos considerar bizarros, pero la linealidad de su planteamiento narrativo no se permite las fugas y paréntesis que poco después caracterizarían al cineasta. Por eso, las “caras B” del film pueden entenderse como un banco de pruebas para la comicidad que se desarrollaría en Twin Peaks y Corazón salvaje (incluso antes, en el corto de 1988 The Cowboy and the Frenchman, su primer trabajo puramente humorístico). O como unos adornos excéntricos que, en el último momento, Lynch consideró más adecuado no llevar a su primera cita.

Porque, aunque Terciopelo azul sea el cuarto largometraje del director, no es descabellado considerarla su primera película. O, al menos, la primera verdaderamente suya. Sí, es posible que las condiciones marginales e irrepetibles en que se confeccionó Cabeza borradora la hagan más pura. Pero tengo mis dudas de que, en ese momento, su autor fuera realmente consciente de estar haciendo un film. Me da la impresión de que, sencillamente, escenificó su desasosiego como una serie de imágenes en movimiento, en lugar de plasmarlo en un lienzo matérico, como era (y sigue siendo) habitual en él. Y, en improbable giro de los acontecimientos, el culto que despertó su ópera prima lo llevó a las puertas de la industria: El hombre elefante y Dune fueron trabajos realizados a partir de material ajeno, con los que aprendió a las buenas (en el caso del biopic de John Merrick) y a las malas (si hablamos del fracaso de la adaptación de la novela de Frank Herbert) los entresijos de aquello que parecía haberse convertido en su profesión (¿qué habría pasado de haber aceptado Lynch la propuesta de George Lucas para tomar las riendas de El retorno del Jedi?). En cambio, Terciopelo azul era otra cosa: representaba la voluntad del de Montana para conciliar el lenguaje cinematográfico y las estructuras de producción convencionales con aquellas ideas y texturas visuales y sonoras que más le estimulaban.

Con Terciopelo azul, el mundo de David Lynch se abre a un sinfín de cosas: al color (de acuerdo, eso ya llegó con Dune, pero el cromatismo de la epopeya galáctica no tendría la misma continuidad en la filmografía lynchiana que la intensidad del rojo y el azul de Lumberton, fotografiados por Frederick Elmes); al rock y al pop (Bobby Vinton, Roy Orbison, Chris Isaak…); a la retorcida destilación de la estética fifties; a la desnudez femenina… El film también supone la entrada en escena de nombres que, en mayor o menor medida, han quedado adheridos a su trayectoria: Laura Dern, Isabella Rossellini, el montador Duwayne Dunham, el diseño de producción de Patricia Norris, la directora de casting Johanna Ray, la voz de Julee Cruise… y, por supuesto, la música de Angelo Badalamenti. Este fue contratado, en un principio, para dar clases de canto a Rossellini, pero el director le acabó confiando la partitura de la película, de un romanticismo oscuro más cercano a Bernard Herrmann y a Shostakovich que a la curvatura de las posteriores colaboraciones entre compositor y cineasta.

Aunque Terciopelo azul sea el cuarto largometraje del director, no es descabellado considerarla su primera película. O, al menos, la primera verdaderamente suya

Del mismo modo que Badalamenti y Lynch aún estaban tanteándose el uno al otro, en Terciopelo azul el director y el público también rompen el hielo. Tres décadas después, vemos en ella (casi) todo lo que distingue a su autor, pero los asideros que tuvo a bien colocar para darle una apariencia “cerrada” a la película, hoy se nos aparecen como una especie de cordón policial que prohibe el paso a aquellas habitaciones húmedas en las que tanto nos gustaría aventurarnos.

Que no se entienda esto como un reproche: cuando vi Terciopelo azul por primera vez, siendo adolescente, se convirtió inmediatamente en mi película preferida. El color, la música, el misterio… representaban TODO lo que, en ese momento, deseaba encontrar en el cine. Ahora me sigue pareciendo magnífica, pero ya no es el título de Lynch al que vuelvo con más frecuencia. Eso se debe, creo, a que lo que me atrae del firmante de Mulholland Drive es su manera de desplegar un laberinto de posibilidades. Quiero verle abriendo fugas, no encaminándose hacia una clausura definida. Porque, por más que su “final feliz” tenga toda la mala baba y dobles lecturas que se quieran, no deja de contener y hacer manejable el caudal de aquello que hemos presenciado.

De cómo aprendimos a amar lo extraño: Terciopelo azul, treinta años después – O Productora Audiovisual

Los colores de un jardín americano.

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Isabella Rossellini y David Lynch.

En su aportación a The Cinema of David Lynch: American Dreams, Nightmare Visions, Greg Hainge, uno de los autores que con más ahínco ha defendido la necesidad de observar la producción de Lynch desde el desprecio a los parámetros narrativos, pone en paralelo la Lógica de la sensación, el ensayo de Gilles Deleuze sobre Fancis Bacon, con los métodos lynchianos, tomando como ejemplo práctico la escena de Carretera perdida en la que Fred Madison se desgarra virulentamente para transformarse en Pete Dayton: Constrained by the centripetal forces of the prison cell, Fred is isolated and able to transgress the fixed boundary of his identity. Precisely as in Deleuze’s analysis of Bacon in which the body of the isolated figure attempts to escape itself via a spasm in order to become a Figure, so here Fred vomits, his flesh appearing to peel away from him, and he becomes, literally, an other. Is this very process that, for Deleuze, serves as a means for Bacon to ‘break with representation, fracture narration, prohibit illustration, liberate the Figure’; little wonder, then, that when Lynch uses the same process the plot should stop making sense”. Si este fue el film en que Lynch halló la forma precisa de plasmar su trazo en pantalla, llevándolo hasta sus últimas consecuencias, una década antes Terciopelo azul encarnaba la tensión de una Figura que ansiaba “liberarse” de la presión narrativa.

Con todo, nadie puede quitarle a Terciopelo azul el haber sido la primera capital de Lynchlandia. Y todavía hoy sigo creyendo que es la puerta de entrada idónea al universo del cineasta. Por mucho que adore Twin Peaks: Fire, Walk With Me e INLAND EMPIRE, soy consciente de que se trata de sus obras más divisivas, y si te caen encima sin aviso previo pueden resultar traumáticas. En cambio, Terciopelo azul es la película que aclimata nuestra mirada, ajustándola a la perspectiva del autor, y convenciéndonos de que encontrar una oreja cercenada en medio de un descampado puede ser algo hermoso. Dicho de otro modo: es el film en que David Lynch nos enseña a bailar a su compás, preparando el terreno para soltarnos .

De cómo aprendimos a amar lo extraño: Terciopelo azul, treinta años después – O Productora Audiovisual

Naturaleza muerta.

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Una oreja cortada como carta de presentación.