ALGUNAS NOTAS
SOBRE LA FASCINACIÓN DEL CREPÚSCULO

Por Carlos Losilla

Joel McCrea mira al horizonte antes de morir en un plano sobrecogedor, que lo filma agonizando, tendido en el suelo, con las montañas que tanto amó al fondo del encuadre. Su examigo Randolph Scott lo ha herido de muerte durante un extraño enfrentamiento que ha tenido lugar en ese paisaje desértico… ¿Más pistas? No, creo que ya lo han adivinado: en efecto, se trata de Duelo en la alta sierra, el segundo largometraje de Sam Peckinpah, quizá el western “crepuscular” por antonomasia, la gran elegía por un Oeste que ya no existe ni siquiera para esos dos viejos pistoleros que andan desnortados a través de una época en plena mutación. Once años más tarde, en Pat Garrett y Billy el Niño, el propio Peckinpah filmará al forajido Kris Kristofferson en plena conversación con el sheriff James Coburn, que también fue su mejor amigo. Garrett: “Los tiempos están cambiando, Billy”. Billy: “Los tiempos puede. Yo no”. Podríamos seguir, pues de hecho Peckinpah hizo siempre la misma película, puso en escena una y otra vez el mismo discurso: la necesidad de mantenerse fiel a los propios valores, por mucho que el mundo exterior evolucione en otro sentido. Y no solo él, sino que también cineastas aún más veteranos como George Cukor -de Amor entre las ruinas a Ricas y famosas-, Howard Hawks -de Su juego favorito a Río Lobo-, Vincente Minnelli -de Castillos en la arena a Nina– o Billy Wilder -de La vida privada de Sherlock Holmes a Fedora-, trasegaron por última vez los géneros clásicos allá en los años sesenta y setenta, con el fin de dar un toque melancólico al final de sus respectivas carreras.

Rememoro esa época mientras escucho productos de otra muy distinta, esa en la que nos hallamos instalados. Fallen Angels, el último disco de Bob Dylan, regresa al ámbito clásico de su entrega anterior, Shadows in the Night, para seguir recreando standards jazzísticos y melódicos de los que cantaba Frank Sinatra, entre otros. Todo transcurre a media voz, con algunas guitarras y la entonación apagada de Dylan diciéndonos que todo tiene un fin, y que incluso él está acercándose al suyo. En cambio, Stranger to Stranger, el regreso de Paul Simon al estudio tras cinco años de inactividad, rebusca en la memoria del propio compositor para ofrecer una serie de canciones que podrían haber estado en cualquiera de sus álbumes anteriores pero ahora, atención, tratadas con un sonido atmosférico que las deja como suspendidas en un tiempo que se va diluyendo poco a poco. Podría parecer que Dylan y Simon utilizan estrategias opuestas, pero en el fondo no están tan alejados: mientras el primero confiesa aviesamente, con su habitual estilo oblicuo y elíptico, que en el fondo siempre ha estado recreando ese tipo de música, que esos son sus orígenes, el segundo nos dice, como al oído, que nunca se ha movido del lugar en el que empezó. Fidelidad, valores, tradición. A veces lo “crepuscular” puede tener mucho de conservador, pero también de experiencia creativa que funde dos mundos, dos épocas, con el fin de seguir avanzando en un tercer espacio que va tomando forma poco a poco. Un método dialéctico, en fin, que sorprendería al mismísimo Eisenstein.

En otras palabras, lo que no entienden muchos defensores de lo “clásico” que se agarran a lo “crepuscular” como a un clavo ardiendo, como si esa fuera la máxima modernidad que pueden soportar, es que ese envite melancólico no tiene nada de nostálgico. Que no se trata de observar a Peckinpah o a Dylan -que, por cierto, ya coincidieron precisamente en Pat Garrett y Billy el Niño– como si fueran los últimos héroes de una estirpe en extinción, sino de verlos, cada uno en su tiempo, como los primeros exponentes de una nueva estética. Cuando Cukor y Minnelli, Wilder y Hawks, fabrican sus últimas películas, coinciden con unos cuantos cineastas más o menos jóvenes que están creando eso que se ha llamado el ‘New Hollywood’, sin duda una de las semillas básicas del cine contemporáneo: Coppola, Scorsese, Altman, Ashby, Pakula y tantos otros parten del crepúsculo de los géneros con el fin de deconstruirlos y prepararlos para una etapa ya plenamente experimental, que culminarán Fassbinder, Garrel, Kiarostami o Tsai Ming-liang. Cuando Dylan y Simon vuelven atrás para dar un nuevo paso adelante, son conscientes de que ahí están Sufjan Stevens, Julia Holter o el mismísimo Morrissey para seguir investigando nuevas modulaciones de esa misma tradición musical. Cuando Peter Handke parece que también empieza a despedirse con Ensayo sobre el lugar silencioso –todo un título, sin duda-, la madurez de John Banville en La guitarra azul delata que la ficción novelística está empezando a pensar sobre sí misma por otros territorios en el fondo no demasiado lejanos. En fin, cuando Rembrandt se autorretrató a los sesenta y tres años, en 1669, seguramente sabía que estaba abriendo la experiencia de la imagen pictórica a nuevos caminos que culminarían en la abstracción ya apuntada en muchos fragmentos de ese cuadro tan admirado por John Berger…

Las épocas en las que ciertas formas entran en crisis, los tiempos crepusculares, lo son siempre para una cierta norma que declina a la vez que otra empieza a surgir. Pues bien, en ese instante suspendido, en ese momento en que las cosas empiezan a dejar de ser de una manera para comenzar a ser de otra, el pasado y el futuro se cruzan en lo que se afirma como un tiempo privilegiado. Nada de nostalgias, pues. Nada de Bogart-y-Marilyn ni de ya-no-se-hacen-películas-como-aquellas. Nada de nadie-volverá-a-contar-las-historias-como Shakespeare -dramaturgo crepuscular por excelencia, dicho sea de paso-, ni-a-cantarlas-como-Dylan. De hecho, siempre estamos viviendo en un crepúsculo u otro. ¿O acaso el cine clásico de Hollywood no fue ya “crepuscular” desde sus inicios, como encarnación última de la novela y el teatro realistas? ¿O acaso Pedro Costa y James Gray, Arnaud Desplechin y Hong Sang-soo, no son cineastas crepusculares, en el sentido de llevar al límite una cierta herencia de ese mismo cine clásico? Cada avance es también un retroceso, no puede existir sin ese movimiento que lo hace volver atrás durante un momento para recoger las ruinas del pasado, enseguida reconvertidas en vanguardia. El tiempo se mueve como esas olas que ahora se transforman a sí mismas en la orilla, en el inicio de un verano que también conocerá su crepúsculo.

 

Algunas notas sobre la fascinación del crepúsculo – O Productora Audiovisual

Rembrandt, Autorretrato a la edad de 63 años, detalle

Carlos Losilla