AL OESTE DEL INFIERNO

Por Sergi Sánchez

Al oeste del infierno – O Productora Audiovisual

Sin perdón: Will Munny, un no-vivo a punto de desaparecer en la tormenta

Cuando William Munny abandonaba la noche lluviosa después de acometer su venganza, lo hacía como un muerto viviente que deja atrás el lugar que un día conoció como su hogar. El último episodio de violencia de Sin perdón, iluminado desde esas tinieblas tan caras al cine de Eastwood –y ya ensayadas en el premeditado oscurantismo de El jinete pálido–, conseguía desconectar el western del hiperrealismo crepuscular de Peckinpah y acólitos para llevarlo precisamente al otro lado del espejo, al lado del fantástico. De su visionaria herencia se nutre un acercamiento contemporáneo al western, entre lo extravagante y lo fantasmagórico, que parece haber llegado para quedarse.

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El renacido: Leo, levantándose de entre los muertos

Eastwood encontró la manera, desde su acostumbrado neoclasicismo, no de hacer renacer el género –comprobado está que nunca volvió a ser el que era– sino de resucitarlo, de convertirlo, abusemos de galicismos, en un revenant, en alguien que vuelve del mundo de los muertos. No es extraño, pues, que González Iñárritu, con el ansia de trascendencia que le caracteriza, haya titulado así su última película. No es este el momento de debatir la calidad de su empeño, sino los vínculos que su protagonista, un guía de tramperos salvajes, tiene con el otro mundo, no solo en forma de recurrentes visiones místicas sino, literalmente, porque vuelve de la tumba. Así las cosas, si el western narra, por definición, el origen de América como mito, el interés de El renacido proviene precisamente de escoger a un zombi como código genético de su historia. Hugh Glass (Leonardo DiCaprio) ha tenido un hijo con una india, y todas sus alucinaciones tienen que ver con ella; es decir, Glass se convierte en el puente entre nativos y colonizadores a la vez que proyecta el film, intermitentemente, sobre el trampantojo de un universo extraño, impropio del western ecológico, estilo Las aventuras de Jeremiah Johnson, al que parece remitir de forma natural.

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Los odiosos ocho: así las empezaba Terence Fisher

Algo parecido ocurre en Los odiosos ocho, en la que Quentin Tarantino transforma su veneración por los subgéneros en un inesperado maridaje entre la dimensión más política del western con el giallo más demencial (no estamos tan lejos del Bahía de sangre de Mario Bava) y el splatter low cost (valgan como ejemplo los generosos vómitos hemoglobínicos y la trampilla del sótano de Posesión infernal). No en vano la película empieza como un clásico de la Hammer, con un plano largo de un carruaje abriéndose paso a través del encuadre, presidido, en primer término, por un crucifijo semienterrado en la nieve. Aficionado a las estructuras especulares, Tarantino divide la película en dos mitades, la una centrada en la palabra, la otra en una explosión inefable de violencia explícita cuyos excesos vinculan la película a un espacio más cercano al género de terror –esa Jennifer Jason Leigh de color diablo– que al del western. No importa que Los odiosos ocho, que priva a conciencia al espectador de los paisajes majestuosos típicos del género, transcurra en una posada, y que en ella haya cazarrecompensas, pistoleros, diligencias y sheriffs en prácticas. Su segunda parte es una celebración de lo irracional, una invocación sobrenatural de los monstruos del Id del mito fundacional de América, que Tarantino sintetiza brillantemente en una (falsa) carta de Lincoln manchada de sangre, auténtico MacGuffin de este western lunático.

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Mad Max: furia en la carretera: caravana de mujeres ci-fi

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Deuda de honor: demencia y fantasmagoria

Y sí, parece que el western contemporáneo está regido por los erráticos comportamientos de la Luna, cuyo valor simbólico aúna lo femenino con la feroz dinámica de la locura. No debe extrañarnos, pues, que la Imperator Furiosa de Mad Max: furia en la carretera desplace por completo a Max Rockatansky del centro de gravedad de la película, que es un western apocalíptico en toda regla, aunque también, por qué no, una versión, negra como el petróleo, de Caravana de mujeres. Las extravagancias del filme de George Miller se cuentan por millares, pero lo que queda en su hiperbólica fusión de géneros es, precisamente, su marcada feminidad, entendida como esa zona lunar donde la ternura y la irracionalidad encuentran un sólido equilibrio. Acabamos de citar el clásico de William A. Wellman, que nos viene al pelo para hablar de la subestimada, excelente Deuda de honor, en la que Hillary Swank interpreta a lo que podría ser una antepasada de Imperator Furiosa, con aspecto más recatado pero no menos determinación. Hay en la película de Tommy Lee Jones infinitas líneas de fuga, y todas parten de un mismo terreno abonado, el de la locura femenina llevada al paroxismo, propia de una novela gótica de las hermanas Brönte. La primera parte de la película está marcada por sendas excursiones al otro lado de lo real, allí donde no existen celdas acolchadas que ahoguen tus gritos, y el clima de pesadilla imperante invade todo el metraje. Si el revisionismo de Tarantino tiñe de sangre el mito americano, el de Jones lo convierte en un manicomio ambulante y desesperanzado.

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Bone Tomahawk: rastros de un holocausto caníbal

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Slow West: el post-apocalipsis antes del apocalipsis

Es un modo inusual de proyectar un género esencialmente materialista, y cuyos múltiples renacimientos han sido anunciados en varias ocasiones tomando el nombre del neoclasicismo en vano, en una atmósfera enrarecida, fantasmagórica, deliberadamente ahistórica. Antes que la derivación explícita hacia el cine de terror caníbal, como si la puesta en escena del “retorno de los reprimidos” de Las colinas tienen ojos volviera a tener sentido lejos de la América de los setenta, una película como Bone Tomahawk, de S. Craig Zahler, exprime continuas digresiones sobre temas tan excéntricos como los circos de pulgas para estilizar el relato y romper el rígido molde del western. Es lo que hace, por ejemplo, Slow West, combinando los brutales estallidos de violencia con una puesta en escena de un lirismo marciano, protagonizado, por cierto, por otro revenant que, cosido a tiros, se transforma finalmente en el único superviviente de una matanza brutal que, en cuerpo presente, restituye una posibilidad de orden familiar.

Sergi Sánchez